Hermanas de María
de Schoenstatt

Testimonio: Hna. M. Edna

Cuando uno habla de su vocación, se refiere de inmediato a la presencia y acción de Dios en su vida… Nací en Stuttgart, al sur de Alemania. Cuando tenía dos años comenzó la segunda guerra mundial. Soy la cuarta de nueve hijos. Siempre fuimos una familia muy unida y mis padres se desvivían por nosotros.

Mi padre no era católico. Fui a un Jardín de Infantes protestante, donde escuché por primera vez algo sobre Dios y aprendí a rezar el Padre Nuestro. Cuando tenía seis años fuimos evacuados a 70 kilómetros de mi ciudad a un pequeño pueblito de campesinos. Su centro era la parroquia católica. Enseguida tuve amigas católicas, y al terminar la guerra comenzó nuevamente a funcionar la escuela del pueblo, católica, donde fui también yo. Mis padres decidieron que podríamos participar de las clases de religión, y prepararnos para la Primera Comunión.

En la iglesia, así como en una de las aulas de la escuela, había un gran cuadro de la Virgen que me cautivó desde un comienzo. Unos años antes había trabajado allí un sacerdote schoenstattiano, y por eso tenían el cuadro de la Virgen de Schoenstatt.

Lo que a mí más me fascinaba era la mirada de la Virgen que penetraba hasta mi corazón: Ella me miraba a mí –no tenía dudas – y así se estableció algo muy personal entre Ella y yo. ¡Y sus manos que sostenían el niño en sus brazos! No podía desprender mis ojos…

Los domingos a la tarde me iba a la iglesia y me sentaba al lado del cuadro de la Virgen y allí hablaba con ella o simplemente “estaba con Ella”. Allí ya se aclaró en mi interior que quería PERTENECERLE y ser totalmente de Dios, para que Él pudiese hacer conmigo lo que quisiese…

Con 9 años, vi por primera vez en la ciudad vecina una religiosa, una Hermana Vicentina. Pregunté qué clase de persona era, y me explicaron: ella vive para Dios. No pude dejar de pensar en esto. Al poco tiempo alguien me explicó que cualquier persona podría elegir ese camino. Mi reacción interior: Entonces yo haré esto… No se lo conté a nadie durante unos cuantos años.

Cuando tenía 12 años, apareció en mi pueblo una Hermana de María. Yo hice lo imposible, venciendo mi timidez natural, para tomar contacto con ella. Me dije: Esto es lo que yo quiero… Ella me acogió, y así comencé a saber de Schoenstatt. Me regaló la primera estampita de la MTA y algunos folletos y libritos. Eran mis grandes tesoros.

A los 15 años comencé a participar en un grupo de Schoenstatt en la ciudad vecina. Así entró Schoenstatt más concretamente en mi vida… Fue lo que llenaba mi vida por completo, me dediqué de lleno. Y cada año me esforcé durante todo el año por ahorrar el dinero necesario para poder participar de la jornada de la juventud de Suabia en Schoenstatt.

Lo que para mí era el gran secreto y la fuerza de mi vida es el ideal de mujer que nos presentaron – sobre todo el de la pureza – que me cautivaba totalmente.

Ya teniendo 17 años, mis padres estaban pensando en mi futuro profesional (así era en aquel tiempo) y buscaron las posibilidades para que yo siguiera estudiando artesanía artística, dadas mis inclinaciones naturales.

En este tiempo, yo ya había dado un paso interior más, quería que mi entrega fuera más radical: me decidí a ir a la misión, salir de Alemania. Y como país concreto pensé en África. ¿Para qué me va a servir entonces seguir estudiando arte? Al reflexionar en esto, me topé con otro obstáculo: ¡Mi amor a la música! Ya hacía algunos años que estaba estudiando violín. Me fascinaba. Practicaba diariamente entre 3 y 5 horas. Mi profesor me decía: Tienes que vivir sólo para tocar el violín, para eso has nacido… La música es parte de mi ser, vive en mí. Nunca tuve que luchar por decidirme si quería vivir virginalmente o tener una familia propia. La música fue el punto donde yo debía tomar una decisión, quedarme con una de las dos alternativas. Pero tampoco tuve ninguna duda, sólo que la decisión implicó un gran dolor.

¡África! Me imaginaba una vida en la selva, y por eso decidí estudiar enfermería. Ahora sí debía hablar con mis padres, y me daba temor… Efectivamente, la reacción fue fuerte y negativa. Pero – y eso nunca se lo podré agradecer a mis padres lo suficiente – al ver mi determinación y seriedad, ellos se abrieron y respetaron mi decisión. Estudié enfermería en Coblenza, donde estaban las Hermanas de María. Fue para mí ya un anticipo de cielo. Todas las veces que pude me fui a Schoenstatt.

En septiembre de 1958 ingresé al postulantado para la misión. El 1º de marzo del año siguiente tuvimos nuestra vestición y en 1961 llegué, junto con cuatro Hermanas de curso, a la Argentina.

Ya que nunca hubo grandes conmociones o dudas por mi vocación, las dificultades aparecieron en la vida cotidiana, al experimentar las limitaciones humanas, el no poder vencer todas mis debilidades personales, hasta que comprendí que sin esta experiencia sería difícil saber lo que significa que el Padre ama a sus hijos porque son pequeños y miserables, y no porque son tan excelentes… Fue penetrar siempre más en los secretos de la conducción que Dios realiza con los que se han consagrado a Él…

Nunca trabajé en enfermería. Al comienzo trabajé en la casa –no conocía el idioma–, estudié unos años música. Durante diez años fui Maestra de Terciado. Allí me despedí definitivamente de mi deseo de estudiar música. Mientras tanto, ya había comenzado a trabajar con madres y matrimonios en el Movimiento de Schoenstatt, y durante 28 años fui asistenta de la Federación de Familias, tanto en la Argentina como en Paraguay. En este momento sigo aportando a esta comunidad, pero ya sólo como traductora de su Dirección Internacional.

Este año tuve el enorme regalo de poder celebrar con las Hermanas de mi curso nuestras bodas de oro de nuestra primera incorporación a nuestra Familia de Hermanas. Fue una profunda vivencia del AMOR DIVINO A SUS PEQUEÑAS CREATURAS. Fue el broche de oro del obrar infinitamente fiel de Dios en aquellos que Él había llamado, una especie de culminación terrena de esta vocación. Experimenté profundamente esa fidelidad de Dios, de nuestra querida MTA y del Padre hacia mí, al llamado que me habían hecho hace tanto tiempo… Su obrar, las huellas de su amor superan ampliamente todo lo mío, sobre todo también aquello que es pobre, incompleto y hasta miserable.

Si hoy digo que he sido fiel al llamado, debería decir: Por la infinita fidelidad del Amor divino yo pude mantener mi sí, a pesar de los momentos oscuros que también hubo; y mi anhelo de felicidad siempre llega a la conclusión: Toda de Dios, toda de mi Madre y Reina, toda del Padre, toda de Schoenstatt, toda de mi Familia de Hermanas. Y esto llena mi corazón de una profunda alegría.